Guillermo Brown nació el 22 de junio de 1777 en Foxford, condado de Mayo, Irlanda, y tras una difícil niñez que lo llevó a abrazar la carrera del mar, transitó todas las vicisitudes de una vida de aventura.
El insondable curso del destino lo trajo al Río de la Plata precisamente en vísperas de la Revolución de Mayo y fueron esos sucesos los que cambiaron definitivamente el curso de su vida. Nadie todavía imaginaba que se convertiría en el hombre señalado para conducir las escuadras argentinas en los momentos más álgidos de su historia y menos aún, a dejar una estela de éxitos que puntearían las glorias navales americanas.
Cuando en 1814, las operaciones de guerra por la Independencia, hicieron imperativo armar una escuadra para quebrar el control realista sobre las aguas del Río de la Plata, no dudó en ponerse al servicio de la causa libertadora, que reclamaba de su valor e inteligencia.
En marzo de aquel año recibió los despachos de teniente coronel y el comando de la escuadra. Para controlar el río era necesaria la consolidación de por lo menos dos puntos estratégicos vitales, y con Montevideo en poder del enemigo y Ensenada del Barragán bajo control propio, no quedaba otra alternativa que tomar la isla Martín García. El combate de Martín García y la victoria de las armas en aquella ocasión, fue el primer suceso de una larga cadena de acciones que culminaron el 17 de mayo de 1814. Ese día al mando de la fragata Hércules y secundado por otros ocho navíos de distinto porte, venció definitivamente a la temeraria escuadra realista, y con el cerco cerrado sobre Montevideo solo fue cuestión de tiempo que capitulara la ciudad.
Después de aquella victoria, el respetado irlandés, que con su espíritu y coraje se había ganado la admiración de todo Buenos Aires, fue elegido para llevar adelante otra empresa militar de igual trascendencia. Las operaciones de Corso que junto a Hipólito Bouchard se desarrollaron en las aguas del Pacífico, además de hostigar el comercio y el poder marítimo español, contribuyeron a difundir las ideas de libertad en la costa de Chile, Perú y Ecuador. Las exitosas acciones vividas en el Callao, el ataque a Guayaquil, y su captura allí por el jefe enemigo, son acciones que se traducen en escenas conmovedoras; como la cena que el almirante compartió con el gobernador de aquella ciudad, quien impresionado por el comportamiento cargado de dignidad del corsario decidió perdonarle la vida.
A los sucesos vividos durante la guerra por la Independencia le siguieron los de la guerra con el Brasil. Los Pozos, Quilmes y Juncal jalonaron esa campaña, donde con la figura de Brown brillaron las luces de otros héroes navales argentinos, como Tomás Espora y Leonardo Rosales. Los combates librados ante la vista interesada de los habitantes de Buenos Aires, las demostraciones de arrojo y de valor, el talento en la conducción táctica, en fin, sus méritos reconocidos sin ambages hasta por sus enemigos, lo convirtieron en el hombre más popular de su tiempo. Buenos Aires lo reconoció como su hijo más preciado y él, claro, sintió como nunca antes el insondable hálito que alimenta los sentimientos patrióticos.
El gobierno de la Confederación Argentina también lo encontró fiel a la bandera de la Patria y ante la amenaza extranjera no trepidó en ofrecer su espada en defensa de los ideales de libertad y soberanía. Fueron tiempos de grandes tribulaciones, donde al recuerdo de la etapa heroica de los combates contra realistas y brasileños, se enfrentaba la visión trágica de la guerra entre hermanos. Sin embargo, su nombre volvió a inscribirse en páginas de gloria señaladas en infinidad de combates y escaramuzas y los testimonios de sus enemigos el comodoro John Purvis y el vicealmirante Joe Pascoe Grenfell. En Costa Brava se impuso en decisivo combate a la escuadra de Montevideo, conducida por José Garibaldi; pero las circunstancias, y el peligro de la supremacía de la Confederación en la región, movilizaron a las potencias extranjeras que en julio de 1845 lo obligaron a entregar la escuadra al poderío anglo-francés. Ya nunca más comandaría una fuerza naval.
Guillermo Brown no dejó testimonios de su vida privada, sobre la cual mantuvo siempre un responsable silencio. Llevó calladamente la cruz por la trágica muerte de su hija a los 16 años y la misma reserva rodeó el deceso de Eduardo, el más joven de sus hijos, cuando ya era un anciano. Tuvo fama, se encantó con ella, y en la conciencia de su propio ascendiente, supo mantenerla en el cauce del honor.
La tradición señala que en la madrugada del 3 de marzo de 1857 antes de cerrar los ojos para siempre, dirigió la mirada hacia su amigo el coronel José Murature, diciéndole: “comprendo que pronto cambiaremos de fondeadero, ya tengo práctico a bordo”.
La escuadra de Buenos Aires, tras anunciar al pueblo la muerte de Brown con una salva de diecisiete cañonazos, mantuvo sus banderas a media asta y las vergas cruzadas, mientras que cada cuarto de hora se escuchaba el tronar de un cañón en homenaje.
Para acompañar a la familia y velar sus restos asistieron los coroneles Juan Antonio Toll y Bernadett, Francisco Seguí y José Murature. Según sus testimonios al llegar a la casa quinta de Barracas los recibió Elizabeth Brown, su viuda, quien se mostró “dolorosamente complacida y agradecida” con sus presencias, luego ingresaron a la habitación donde todavía yacía en su lecho el “antiguo general y maestro”.
Cuando a las cinco de la tarde del día siguiente y encabezada por el general Ignacio Álvarez Thomas llegó la comisión del gobierno, el ataúd cubierto por el uniforme completo de brigadier general y el escudo de la bandera del combate de los Pozos ya estaba preparado para el traslado. En seguida, el imponente carro fúnebre, adornado por catorce coronas, inició la marcha seguido por jefes, oficiales y la gran cantidad de público, que se había reunido para acompañar al célebre almirante en su último derrotero. En la Recoleta, el padre Fahy, acompañado de otros dos sacerdotes ofició la solemne misa de despedida. Luego fue conducido hasta la puerta del sepulcro del general José María Paz, lugar donde Mitre pronunció un memorable discurso:
Brown, en la vida, de pie sobre la popa de su bajel, valía para
nosotros una flota. Brown en el sepulcro, simboliza con su nombre
toda nuestra historia naval. Él, con solo su genio, con su audacia,
con su inteligencia guerrera, con su infatigable perseverancia, nos ha
legado la más brillante historia naval de la América del Sur.
En sus palabras Mitre observaba que después de las dos grandes guerras nacionales, su existencia había sido “la consagración a la religión sublime del deber, la fidelidad a la vieja bandera de su patria adoptiva, el culto del honor militar y la práctica de las virtudes públicas y privadas, que realzaban la magnitud de sus hazañas y la altura moral del héroe republicano”.
Del episodio grandioso de las campañas navales a la dimensión humana de quien las protagonizó no existen distancias. Brown acudió cada vez que fue requerido al llamado de las armas alternando la dura vida de hombre de mar con el trabajo de la tierra y la vida sedentaria de su pequeña quinta de Barracas. En efecto, jamás se apartó de la línea trazada por sus ideales, ni se envaneció con los laureles conquistados en sus campañas. Irlandés de origen y argentino por opción dignificó por igual a las dos naciones. En Foxford quedaron las remembranzas de la infancia que forjó las primeras líneas de su carácter, en nuestra tierra, que siendo suya, también lo fue de sus hijos, una hermosa lección de vida consagrada a la libertad.
En la pléyade de marinos argentinos ninguno ha llamado como él la atención de historiadores y escritores, y es porque su vida responde a las preguntas del hombre de hoy, en la medida que enfrenta la realidad presente con el pasado, en una conciliación de intereses que reivindica valores y conceptos principales: amor a la patria, respeto por la autoridad, coraje, espíritu de sacrificio y honestidad.
Guillermo A. Oyarzábal – Doctor en Historia y Capitán de Navío