Una y otra vez me viene a la memoria una nota escrita hace mucho tiempo. Me impresiona su vigencia aunque, en rigor, lo que asombra es que nada ha cambiado en el escenario para que un escrito de diez o veinte años atrás pueda ser transcripto hoy sin necesidad de alterar una coma. Tampoco un nombre porque los protagonistas siguen siendo los mismos, más viejos y audaces pero en algo inalterable: con precio de compra-venta como si fueran objetos de subasta barata.
Algunos cambiaron de camisetas tantas veces que situarlos a la derecha o a la izquierda es un ejercicio inútil y vano. No tienen siquiera ideología menos humanidad, sólo poseen precio porque a esta altura son apenas mercancías que las diferentes fuerzas, a medida que van surgiendo, se disputan para ver cómo sumar fichas al tablero.
Lamentablemente no hay una “casta” política como algunos sostienen. Ese slogan libertario es simpático y seguramente muchos coincidiremos con alguna de sus oratorias cuando manifiestan hartazgo. Pero cuidado con ese hartazgo que se arraiga para justificar la ineficacia de críticos y criticados.
Decimos que no hay una casta porque no hay grupo social o clase especial que se diferencie de algo como aduce la RAE al definir esa palabra. Hay individualidades con sinonimias en metodología, pero todos bregando por el “sálvese quien pueda” sin importar si para ese fin deben vestir la casaca de Boca, River o inventar una combinación de ambas.
No importa nada, si en el camino hay que rifar valores, principios o lealtades da lo mismo que si hubiese que cambiar pesos por dólares. Jefe o superior es apenas aquel que les proporcione permanencia en algún sillón. Lo demuestra, por citar un ejemplo en estos días, Agustín Rossi que se perfila como paladín “albertista” tras ser durante años secuaz de Cristina.
En ese sentido, el problema no son las ideas sino las cabezas. Es muy difícil cambiar un país cuando lo decadente son los hombres y no lo que piensan. Cuando, como bien expone Pascal Bruckner, ya no queda ni siquiera político de raza, un revolucionario convencido de alguna noble causa sino que hemos dado paso a meros presentadores mediáticos de relatos falsos y guiones trágicos. Nadie gobierna, todos entretienen y encima el espectáculo que dan es macabro.
Que en este ahora se rumoreé un cambio de ministros es tan inútil como presentar la cuadratura del círculo. Qué se vaya Martín Guzmán no modifica un ápice lo que nos pasa. Un ejercicio para el lector: ¿cuántos ministros de Economía han visto pasar en sus vidas y dónde está parada Argentina hoy?
La nota a la que hacía alusión al comenzar estas líneas es justamente una que titulé: “¡Qué felices éramos cuando las crisis eran solamente económicas!”Allí sostenía que un cambio de titular en el Palacio de Hacienda lograba calmar las aguas aunque sólo fuesen “veranitos” o espejitos de colores bajo la forma de tablitas, agregar o quitar un cero, llamar austral al peso, etc., etc. Hoy esa “felicidad” es la mayor utopía que podemos imaginar.
Esto sucede porque no hay verdadera política en Argentina. Política entendida como la definía Aristóteles, entre tantos otros. Hay sólo intereses sectarios y personajes adictos a representarlos. No está más ese “zoom polítikon” aristotélico, el animal cívico interesado en crear sociedades y organizar la ciudad. Si no hay plan de gobierno mucho menos habrá plan económico que nos saque de esto.
Hoy tenemos en la dirigencia hombres que se creen fundadores y apenas si son vulgares imitadores de algún sucesor vendido en falsa subasta como ilustre padre de la patria o de la democracia. Héroes de barro que se caen del pedestal con solo agarrar un manual de historia básica.
Un enroque de hombres hoy no garantiza nada, o sí asegura que todo seguirá igual. A lo sumo podrá demostrar con más o menos énfasis si Cristina Kirchner tiene resto para dañar aún más a la sociedad o si acaso es Alberto Fernández el responsable primero de todo este entuerto. En mi opinión, ese debate para medir quién es más dañino para el pueblo argentino es una pérdida de tiempo total.
Ambos están destruyendo al país por igual. Son los protagonistas de la Guerra de los Roses donde se lastima a los hijos. No hay en ninguno empatía, patriotismo o bondad.
Ahí tenemos un escenario nacional donde todos son víctimas y ninguno victimario: los pobres piqueteros incomprendidos por quienes sí trabajan y pagan impuestos, el “abandonado” Alberto librado al azar por Máximo y La Cámpora, el actor de reparto y el cineasta al que le quitaron el subsidio y se quedó sin el relato mágico, en definitiva, el “pobrecito” de todos los ámbitos vanagloriándose de su lloriqueo. Y lo más triste: buscando ser el asistido perpetuo.
Nos está pasando lo que sucedió hace unos años en el sistema penitenciario francés. Según un informe del capellán de la cárcel de Loos-lìes-Lille, en las prisiones de Francia se produzco un cambio de mentalidad. Los reclusos ya no sienten que están presos para saldar una deuda con la sociedad sino que se perciben excluidos, seres heridos que esperan su liberación y recompensa. Exactamente el mismo cambio de mentalidad aparece reflejado en nuestra sociedad.
Todos se creen con derechos adquiridos pero ninguno acepta los deberes cívicos. A diario nos imponen modelos de radiante irresponsabilidad, ¿por qué entonces practicar una virtud que la mayoría ridiculiza? ¿De qué modo instaurar una sociedad de premios y castigos cuándo nadie cree tener culpa o haber cometido infracción?
En este desorden de cosas estamos a la deriva viendo cómo avanzan los “desprotegidos sociales” tomando calles, a punto tal que de golpe, el mismísimo Presidente de los argentinos adopta ese rol y se vende como un paria dejado de lado y necesitado de adlátares que salgan a decir que “un gobierno peronista nunca se va antes”
¿Peronismo? Perdón, pero este peronismo señores ni siquiera es lo que alguna vez fuera. La decadencia también hizo mella en las huestes de Perón.
Gabriela Pousa es periodista independiente, Analista Política, Master en Economía y Ciencias Políticas. Licenciada en Comunicación Social. Autora del libro «La Opinión Pública, el nuevo factor de poder»